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ARTÍCULOS

Jeffrey Sachs en Español – Plan peligroso revelado 

La política internacional no es un ejercicio de moralidad, sino de supervivencia. Esta es la premisa central del realismo, una teoría que —con todas sus imperfecciones— permite entender con claridad por qué las grandes potencias actúan como lo hacen. Desde esta perspectiva, no hay espacio para las ingenuidades ideológicas ni para la fe ciega en instituciones multilaterales: el mundo es un sistema anárquico sin árbitros supremos. En ese mundo, los estados solo pueden confiar en sí mismos. 

John Mearsheimer, uno de los más lúcidos exponentes del realismo estructural, lo explica sin rodeos: las potencias no buscan ser buenas, buscan sobrevivir. Y la mejor forma de garantizar esa supervivencia es acumulando poder, incluso a costa de otros. El ascenso de China, la expansión de la OTAN, la tragedia ucraniana y el impasse estratégico estadounidense en Medio Oriente no son anomalías, sino expresiones naturales de ese juego despiadado. 

 

Cuando China era débil, durante lo que ellos llaman “el siglo de la humillación”, fue desmembrada y abusada por potencias extranjeras. Esa experiencia marcó su ADN político. Hoy, su obsesión por alcanzar el estatus de hegemon regional no es capricho ideológico, sino una estrategia lógica para que esa humillación no se repita jamás. Del mismo modo, Rusia —convertida en un actor irrelevante tras la caída soviética— fue ignorada y arrinconada por Occidente durante las primeras expansiones de la OTAN. El resultado fue una política exterior estadounidense miope, basada más en euforia liberal que en cálculo estratégico. 

En la década de 1990, EE.UU. creyó que el fin de la Guerra Fría era también el fin de la historia. Bajo esa ilusión, promovió la expansión de la OTAN, incluso hacia Ucrania, sin considerar que estaba sembrando las semillas de una confrontación directa con Rusia. En un mundo unipolar, esa arrogancia parecía inofensiva. Pero el mundo ya no es unipolar. Mientras Estados Unidos se desgasta en Europa y en Medio Oriente, China consolida su influencia en Asia Oriental, con paciencia estratégica y pragmatismo confuciano.

La teoría realista anticipaba que el ascenso de China provocaría una respuesta de contención por parte de EE.UU. Lo que no anticipó fue que Washington, atrapado en la guerra de Ucrania y en compromisos ineludibles en el Medio Oriente, quedaría con las manos atadas para ejecutar esa contención de forma efectiva. 

Peor aún: el conflicto con Rusia ha empujado a Moscú hacia los brazos de Pekín, una alianza que debilita la posición estratégica de Occidente. Trump parece entender esto, al menos en el papel. Su intento por acercarse a Rusia y restablecer el equilibrio no es irracional, pero sí altamente improbable. La desconfianza rusa hacia Washington es profunda, y ningún gesto aislado borrará años de hostilidad acumulada. 

Una crítica frecuente al realismo es que presupone que los estados actúan racionalmente. Pero el comportamiento de EE.UU. en Vietnam, Afganistán y Ucrania demuestra lo contrario: entrar en guerras es fácil; salir de ellas, casi imposible. Las decisiones estratégicas están contaminadas por factores internos, presiones mediáticas, lobbies ideológicos y el ego de las élites políticas. El resultado: una política exterior errática, más preocupada por las apariencias que por el equilibrio de poder.

Estados Unidos, que alguna vez entendió la política internacional como un juego de equilibrio brutal pero necesario, ha olvidado las reglas que le permitieron dominar el siglo XX. En lugar de actuar con frialdad estratégica, persiste en aventuras militares sin salida y en alianzas que se contradicen entre sí. 

Mientras tanto, China observa. Y espera. Su ascenso no es inevitable, pero sí inteligentemente ejecutado. Y si Washington no recupera pronto su brújula estratégica, el siglo XXI no pertenecerá a quienes más promesas hicieron, sino a quienes mejor entendieron que en la anarquía global, la seguridad no se reclama: se impone.