Estados Unidos, que alguna vez entendió la política internacional como un juego de equilibrio brutal pero necesario, ha olvidado las reglas que le permitieron dominar el siglo XX. En lugar de actuar con frialdad estratégica, persiste en aventuras militares sin salida y en alianzas que se contradicen entre sí.
Mientras tanto, China observa. Y espera. Su ascenso no es inevitable, pero sí inteligentemente ejecutado. Y si Washington no recupera pronto su brújula estratégica, el siglo XXI no pertenecerá a quienes más promesas hicieron, sino a quienes mejor entendieron que en la anarquía global, la seguridad no se reclama: se impone.